viernes, 1 de julio de 2011

La Gran Avenida (Historia en partes inconexas 1)


Si me salí del café, fué porque ya iban a cerrar. 

No había volteado ni una sola vez a ver la hora desde que llegué y decidí enfrascarme en la lectura, como para no acordarme de que estaba ahí, solo, tomándome un Té verde con hielo. Y con leche. Sin azúcar.

Me encanta ver la cara de los empleados cuando ordeno. La mayoría me pregunta si estoy seguro de que eso quiero, o que si ya lo he probado. Invariablemente la respuesta es una sonrisa, que les acaba por confirmar que a ellos les importa un carajo como quiero tomar mi té. Cosas mas, cosas menos. Cosas que valen pito, al final.

Y si me salí fué porque ya iban a cerrar. Así me lo dijo la misma chica que tomó mi orden, inexpresiva y dejando la cuenta sobre la mesa: “Ya vamos a cerrar” , como si la sola frase explicara que tenía que moverme a ignorar mi soledad en otro sitio.

Traté de no sentirme incómodo al caminar. La batería del iPod se había terminado y entonces iba solo en la calle, acompañado solo de los intermitentes goteos de la lluvia remanente, y me dispuse estúpidamente a esperar a que pasara un taxi, recargado en un poste de luz, cuando llegué a La Gran Avenida.

“Las personas felices, esas personas que no tienen nada que temer, silban. Siempre silban” Me repetí, recordando las palabras de una tía que desvariaba, por medicada y senil. De pronto, estaba recargado en el poste de luz, silbando el Blue Bossa. Como si fuera feliz. Como si no tuviese nada que temer.