jueves, 28 de enero de 2016

Buenos para nada

A mi hermano.

Hace calor. El ruido alrededor es una mezcla de risas, gritos de vendedores ambulantes, voces, tráfico, y pasos. Caminamos entre un mar de gente: mi hermano y yo somos sólo un par de puntos más entre la multitud del centro de la ciudad. 

No quería venir conmigo, pero yo he insistido mucho y la verdad es que él tampoco tenía nada mejor que hacer. En este momento del espacio-tiempo, la gente dice que no somos más que un par de buenos para nada. Los dos somos músicos de profesión y hoy es Lunes: Para nosotros, este es el primer día de descanso después de cuatro días de mucho trabajo. Somos jóvenes y tenemos dinero en nuestras carteras, el centro de la ciudad parece tener un enorme abanico de posibilidades, y sin embargo yo solo quiero comprar unos tenis. 

Cruzamos el zócalo. Hace calor y buscamos algún vendedor que nos ofrezca bebidas. De esos refrescos que se preparan con sal y limón. No hay. 

Acordamos que en cuanto encuentre mis tenis, iremos a comer al burger king de la calle corregidora. No debe ser difícil encontrar lo que busco. 

Caminamos por las calles estrechas detrás del zócalo, buscamos la calle del carmen. Pronto estamos entre puestos de ropa y zapatos. Muchos puestos, mucha más gente que en otras calles. Ropa de grandes marcas, ropa que seguro es robada o pirata. Encuentro muy fácil los tenis que vine a buscar. La transacción es rápida, 150 pesos que ya traigo preparados en el bolsillo a cambio de unos converse piratas. Nunca me ha gustado sacar la cartera en el centro porque unonuncasabe. 

Terminamos la compra y regresamos hacia el zócalo. Cuando le ofrezco a mi hermano de mis lucky strike, me dice que son muy suaves para su gusto y compra un marlboro en un puesto de periódicos. Fumamos todo el camino hasta corregidora, donde entramos a comer. Pedimos el paquete familiar (cuatro hamburguesas, cuatro sodas, cuatro papas, dos helados) y nos ven raro. Lo repartimos equitativamente y nos sentamos a comer en silencio. Cuando salimos, vamos a Palacio de Hierro a ver las videoconsolas, pero nos vamos pronto: Debe ser que tenemos facha de maleantes, que en estas tiendas siempre nos siguen los de seguridad. 

Compramos bebidas para el calor en un oxxo. Vamos a pagar el teléfono de casa y fingimos ser una pareja gay para poner incómodo al cajero. Vamos al local de unos chinos para comprar audífonos de imitación y tecnología barata. Tomamos fotos del monumento a la revolución y luego vamos a comprar series completas y películas al tianguis de San Cosme. Buscamos un lugar dónde cenar cuando ya está oscuro. Ya caminamos todo el día y tenemos las mochilas repletas de cosas que fuimos comprando. Un taxi nos lleva a casa cuando hemos comido suficientes tacos. 

Ese podía ser cualquier Lunes, de cualquier semana, de cualquier mes. Así fue por muchos años. 

Y me acuerdo bien que después de todo eso llegábamos a casa, quizá jugábamos a la consola o veíamos una película, quizá llegaba cada quien con ganas de encerrarse en su cuarto consigo mismo y cuando eso pasaba, yo me ponía a pensar en que mi vida no iba realmente a ningún lado, me preguntaba cuánto tiempo más podría seguir así "sin hacer nada", viendo como todos se graduaban y hacían algo por sus vidas, mientras yo me dedicaba a dar vueltas en círculos y tocar en bares. 

Me acuerdo bien de eso y me acuerdo hoy de mi hermano, tantos años después, ahora que vivimos en ciudades diferentes y ya ninguno de los dos trabaja como músico, ahora que hicimos algo de nuestras vidas y pasamos la mayor parte del día en una oficina. Ahora que ya nuestra vida ha llegado a algún punto -creo-.

Lo pienso y en el fondo sé que mi vida tenía más sentido hace unos años. Puede que, después de todo, ser un bueno para nada tenga sus ventajas.

martes, 5 de enero de 2016

Forever 17


Tienes diecisiete años. 

Es verano. Estás tumbado en el pasto verde de la escuela preparatoria. Tienes diecisiete años. Siempre habrá un día más para ponerte al corriente con las clases a las que estás faltando. Siempre va a haber chance de recuperar el tiempo que todos te dicen que estás desperdiciando. Tienes diecisiete años. Todo te parece fácil. Sientes que, si un día te levantas con las suficientes ganas, podrías hacer cualquier cosa que te apetezca. Salir con la chica rubia. Hacer que tu banda de surf toque en un festival independiente. Irte de fin de semana a Cuernavaca con tus amigos. Invitar a la rubia y por fin averiguar si es cierto que tiene un piercing en el pezón derecho. 

Tal vez, también, si tuvieras las ganas suficientes, podrías ponerte a estudiar cálculo. Podrías pasar todas las materias que debes, podrías rescatar el semestre. Cortarte el cabello, empezar a preocuparte por tu apariencia, ponerte serio. Empezar a buscar un trabajo de medio tiempo. Ordenar, pues, tu vida. 

Si tan solo tuvieras las ganas suficientes.

Pero es verano, tienes 17 años y estás tumbado en el pasto fresco. Fumas Marlboro Mild-Flavor porque te gusta que la cajetilla sea azul. Tu novia está en clase de química y tú estás en el pasto porque ella de todas maneras se va a enojar contigo. Se va a enojar porque no entiende que prefieras estar fumando y viendo las nubes con los audífonos puestos. 

Le das una calada a tu Marlboro Mild-Flavor porque piensas que es muy cool que la cajetilla sea azul. Es estúpido, pero el azul te hace sentir diferente. Te hace sentir distinto a los que fuman de esas cajetillas rojas genéricas, es como si no fueras parte del rebaño, aunque sí lo seas, como si el cáncer que te estás procurando fuera a ser diferente del de todos los demás. 

Cierras los ojos y escuchas los ruidos de la prepa a tu alrededor. Las aves, las risas distantes. Los murmullos lejanos, todo lo que hay por conquistar en esa escuela, en este mundo, todo lo que sería tuyo si una mañana despertaras y te diera la gana.

Es verano y parece que esto no se va a terminar nunca.

Pero termina: un día abres los ojos y tienes 25 años. Nunca fuiste a Cuernavaca con tus amigos de la prepa, ni supiste si la rubia tenía un piercing en el pecho. Tu banda de surf murió hace años. Nunca pasaste cálculo, ni te pusiste serio, pero sí te cortaste el cabello. 

Encontraste un trabajo (con el tiempo, claro) y ya no fumas porque el cáncer te da miedo. 

Rentas un estudio cerca de esa universidad a la que nunca fuiste. 

Sales todas las mañanas antes que el sol para llegar a una oficina donde estarás la mayor parte del día. Ocuparás una hora para comer algún platillo recalentado directamente de un tupper. Volverás al escritorio. Saldrás cuando ya sea de noche. Irás a cenar o al cine con tu novia, que no es la misma que tenías en la prepa. Vas a dejarla en su casa y después regresarás a tu estudio y caerás abatido por el cansancio. 

Despertarás como siempre, cinco minutos antes de que suenen las alarmas. Volverás a cerrar los ojos y, durante cinco minutos, vas a imaginar que estás tumbado en el pasto y tienes 17 años. 

Vas a imaginar que todavía hay tiempo.

Que siempre habrá un día más.