sábado, 2 de mayo de 2020

California Slim


La última vez que vi a Aitana, fue después de una fiesta, dónde nos besamos y exploramos sin ningún pudor en la parte trasera de su Ford Escort.
En ese entonces yo no tenía un auto, así que Aitana tuvo que pasar por mí a casa de mi hermana en Ciudad Satélite,  y luego manejar todo el camino hasta Polanco para ir a esa fiesta en la que ninguno de los dos se sentía a gusto y por eso salimos a darnos el lote en la parte de atrás de un Ford Escort viejo y destartalado. La recuerdo arreglándose el vestido y retocando su labial antes de volver al departamento donde se celebraba la fiesta más aburrida del año.
El resto de la noche Aitana estuvo como ida. No me pareció tan raro, dado que llevaba algunos meses con esa actitud. Yo podía entender perfectamente su frustración: siendo contadora pública titulada, tenía un trabajo como demostradora de carnes frías, lo que significaba que además de estar desaprovechando su intelecto, tenía que pasar 10 horas al día en leotardo y medias de nylon enfrente del área más fría de todo el supermercado. Tampoco quiero que se malentienda: en cierto modo, Aitana era perfecta para el trabajo ya que tenía un físico envidiable; alta, cabello rizado, rizadísimo, caderas pronunciadas y unas piernas largas y torneadas,  producto de muchas horas de gimnasio. Ya que lo pensaba, no sabía si lo más frustrante para ella era saberse desperdiciada en un trabajo que estaba por debajo de su preparación intelectual o el hecho de que todos se lo recordaran, incluidas sus compañeras demostradoras.

"Un día voy a hacer algo de verdad importante" 

Me dijo después de tomarse su segunda paloma al hilo, sacando un cigarro de esos largos. Yo le sonreí mientras le acercaba el encendedor.
Creo que esa es la razón por la que Aitana salía conmigo: la dejaba ser. No me vivía cuestionándole por qué ese empleo y no otro o por qué no aprovechaba su título de contadora, ni por qué fumaba tanto o se reía tan fuerte, ni por qué se la tenía que pasar en leotardo, medias y tacones todo el día, aguantando las miradas de señores que en lo último que pensaban cuando la veían era en comprar jamón Fud: nunca he sido del tipo celoso.
Y de cualquier modo, ¿quién era yo para decirle a ella qué hacer y qué no? Yo no había tomado las mejores decisiones de vida precisamente: A mis 32 y con un título en informática desde los 23, jamás había ejercido y trabajaba de lo que me cayera y si es que había chamba. No es que yo fuera desidioso o flojo, sino que soy de esas personas que no nacieron con grandes ambiciones. Siempre fui un estudiante promedio y apático, nunca me destaqué por mi gran inteligencia, ni mi habilidad para los deportes y si hubiera sido por mí quizá hubiera dejado de estudiar después de la preparatoria pero mis padres insistían en ver en mí algo que simplemente nunca había existido. Y no sé si precisamente por mi falta de ambición en la vida y mi manera despreocupada de vivir (llevaba los últimos dos años durmiendo en el sofá de mi hermana Lucía) fue que Aitana empezó a salir conmigo en primer lugar. No era muy listo ni guapo, pero la hacía reír y no preocuparse demasiado (palabras de ella). Así que con eso bastaba. Seguramente, ella también veía en mí algo que no estaba ahí. O al menos lo vio alguna vez.
La última vez que vi a Aitana fue la noche de esa fiesta horrible, en la que ninguno de los dos se divirtió. Después de beberse cuatro (4) palomas, parecía como si hubiese tenido un momento de claridad, un momento de replantearse, quien era, qué hacía y hacia donde iba. Y también, claro, como consecuencia obvia, con quién estaba desperdiciando sus noches en fiestas vacías y sin sentido.

"No eres tú, Román... Es que yo ya estoy harta de conformarme con menos."

Lo dijo mientras arrancaba su Ford Escort y vi como sus luces traseras se perdían en el horizonte. Por suerte, aún no eran las 10 de la noche y pude volver a Naucalpan. En los siguientes días no llamé a Aitana, ni tampoco fui a verla. Yo podría ser un hombre desinteresado, pero también tenía mi orgullo, así que me propuse seguir con mi vida más o menos igual. Si ella llamaba o se presentaba, entonces quizá yo pudiera considerar el que todo volviera a ser como antes. Si no, tampoco pasaba nada: mi mundo no se acababa con Aitana y el de ella decididamente tampoco se acababa conmigo. Con el tiempo, fui volviendo a lo que era mi vida antes de Aitana y todo empezó a componerse.
Pero no, mentiras, a los tres meses comenzó a ponerse peor. Resultó que aunque no lo hubiera aceptado al principio, la ausencia de Aitana sí me estaba calando mucho más de lo que pensaba. Un día por otro me sorprendía extrañando su risa estridente, sus anécdotas del departamento de salchichonería, los paseos interminables por las noches en el Escort para ver las luces de la ciudad, todas las veces que hablaba de sus sueños de ser actriz y como le brillaban las pupilas, y por supuesto, todas y cada una de las veces que me contaba la historia de cómo le había dado una patada en partes sensibles a su exjefe del despacho de contadores que había intentado tocarle las piernas imitando a la perfección sus gestos de dolor, y de cómo eso le había quitado toda intención de trabajar de nuevo en una oficina. La extrañaba, eso era claro. Así que antes de que el orgullo me ganara decidí llamarle, pero resultó que su teléfono estaba desconectado. Esa debió haber sido mi primera señal de alarma: Aitana podría ser descuidada en muchas cosas, pero jamás dejaba una cuenta sin pagar.
Me prometí ir a verla en los días siguientes, pero entre las cosas que salían de improviso, el orgullo, la desidia o alguna chamba ocasional, la intención se fue postergando. Cuando por fin me decidí, resultó que el departamento que rentaba en Azcapotzalco ya estaba vacío y ningún vecino podía darme razón de ella o de a dónde había ido. Tomándome todo un poco más en serio, empecé a preguntarle por Aitana a nuestros amigos en común, incluido el anfitrión de aquella aburrida fiesta. Nadie sabía nada. Al principio pensé que algunos de ellos sí sabían, pero no querían decirme a petición de Aitana. Con algunos de ellos fui tan insistente que se resolvieron a no tener ningún contacto más conmigo. A otros, les di tanta pena que incluso me juraron por lo más sagrado que si supieran algo me lo dirían, pero no era el caso. Sin ninguna pista, sin el contacto de su familia -Aitana no hablaba mucho de su familia- ni de nadie más que pudiera ayudarme, me rendí: Tenía que seguir con mi vida.
Tiempo después, ya estaba viviendo con mi nueva novia, Gloria. Me había mudado con ella tras un año de relación y las cosas marchaban bien, tan bien como pueden marchar cuando se tiene por novio a una persona como yo. Era 1992. De Aitana ya nadie se acordaba, de eso hacía ya 5 años y en 5 años pasan muchas cosas, unas buenas, otras malas pero al fin y al cabo eventos que nos obligan por inercia a seguir con nuestras vidas. Por aquel entonces yo estaba desempleado, pero a Gloria, que tenía un buen trabajo parecía no importarle mi falta de ingresos con tal de que fuera complaciente, servicial y cariñoso con ella: Era una mujer a quien sólo le preocupaba lo importante, hay que decirlo. Entonces yo, como buen animalillo de costumbres, me formé una perfecta rutina: por la mañana, era el primero que se levantaba. Hacía jugo de naranja fresco, huevos tibios, café y a veces hot cakes. Desayunaba con Gloria, le preguntaba qué se le antojaba comer y en cuanto ella se iba a la oficina, me dedicaba a cocinar lo que me pidiera y a hacer lo que hiciera falta en la casa. A eso de las 3, comía solo mientras miraba el programa de Paco Stanley en el canal 2. Después hacía un poco de ejercicio, quizá salía a correr y luego regresaba a poner todo en orden para recibir a Gloria.  Mi rutina era lo mismo casi cada día, hasta que ella llegaba a casa, a eso de las 6. Y al día siguiente todo volvía a empezar.
Pues bien, uno de esos días que parecían exactamente iguales al anterior y apenas un aburrido presagio del día siguiente, pasó algo que dio al traste con todo lo que había logrado y construido hasta ese momento. Estaba comiendo sopa de tallarines con pollo, la favorita de Gloria, cuando de repente, apareció en televisión una chica bailando en traje de baño con una pantalla azul de fondo. La música alegre y tropical era el marco perfecto para el producto que anunciaba: un jugo de frutas que ayuda a perder peso. Sin embargo, había algo en la chica que me parecía extrañamente familiar: Su altura, las caderas, esas piernas, el cabello rizado, rizadísimo... Aitana estaba en la televisión.  Estaba un poco más delgada y parecía que bailaba a destiempo, como si no estuviera escuchando la música, pero claro que era ella. No supe qué hacer. Ya ni siquiera quise terminarme los tallarines. A Gloria le extrañó verme frente a la tele cuando llegó a casa ese día, pero no dijo nada.
Los días siguientes me obsesioné con la televisión, con el comercial. Tenía que verlo de nuevo, saber si esa chica era Aitana o yo me estaba imaginando todo. Dejé de salir a la calle a hacer las cosas que debía hacer, y si no podía evitar salir, lo hacía lo más rápido posible, tratando de volver a casa pronto. Después me arrepentía, pensando que seguramente habían pasado el comercial mientras yo estaba fuera. Un día, hasta salí al súper a buscar el producto solo para ver si Aitana salía también en la etiqueta, pero resultó que no.
Las semanas siguientes, a Gloria le extrañó que la casa estuviera hecha un desorden un día sí y otro también. Que la televisión estuviera encendida prácticamente todo el día, todos los días. Que la comida estuviera medio hecha o de plano no hubiera nada qué comer. Me habría preguntado alguna que otra vez el porqué de mi repentina obsesión con el aparato, pero yo solo atinaba a decirle que estaba esperando que saliera algo importante, sin decirle nunca de qué se trataba. Hasta que un día no pudo más y me dijo muchas cosas que no entendí -no puse atención por estar pegado a la televisión-, pero que por el tono no podían ser nada amable. Y yo con la televisión encendida esperando que Aitana volviese a aparecer.  Gloria había llegado a su límite.
Un par de meses después, me encontré a mí mismo viviendo en la casa de mi hermano. Ya no tenía a Gloria ni mi rutina, ni tampoco había encontrado trabajo. Para ser honestos, tampoco lo había buscado mucho que digamos. Lo que sí tenía era una pequeña televisión de 5 pulgadas. Las dos veces que pude volver a ver a Aitana, lo hice sin gran detalle y en blanco y negro, pero al menos mi alma y mi cerebro descansaron al percatarse de que en efecto era ella. El tiempo pasó y dejaron de vender para siempre ese producto. Yo me resolví a continuar con mi vida. Años después, tengo la costumbre de dejar la televisión encendida todo el día. Pongo mucha atención a los comerciales, porque sé que Aitana podría aparecer en cualquier momento, anunciando jarabe para la tos.




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